Acerca de las relaciones de los lobbies con los
poderes públicos, una de las cuestiones
que aún no están resueltas de un modo satisfactorio es el desarrollo de una regulación
que aborde el aspecto espinoso tema de los movimientos entre el sector público
y el privado.
Y no me refiero solo a España, donde estos días
ha sido noticia
la polémica en torno a la propuesta de los principales bancos del país de
nombrar presidente de la AEB, la patronal bancaria, a José María Roldán, hasta
ahora director general de regulación del Banco de España.
Es que en EEUU, el país donde más lejos se ha
avanzado en la regulación de la actividad del lobby, sigue habiendo polémicas
recurrentes sobre el fluido trasiego que se produce entre la administración
pública y la empresa privada.
Hoy, sin ir más lejos, el New York Times lleva
una pieza
sobre el asunto, en la que analiza el peligro que para una democracia sana
supone que altos funcionarios encargados de velar por la supervisión de
sectores relevantes de la economía del país terminen aceptando salarios de
siete cifras en esas mismas compañías que debían monitorizar.
El diario neoyorquino menciona diversas medidas
que se están considerando para hacer frente a este problema por parte de grupos
defensores de los derechos ciudadanos, entre ellas, el incremento de los
salarios de los altos funcionarios públicos hasta los 500.000 dólares anuales
(frente a los 100.000 actuales) o instaurar la grabación obligatoria en
podcasts de todas las reuniones entre responsables de la administración con los
lobbies.
Algunos incluso van más allá, como Sheila Bair,
la expresidenta de la agencia pública FDIC (Federal Deposit and Insurance
Corporation) que ha denunciado, tras abandonar el cargo, las intensístimas
presiones de que fue objeto por parte de las entidades financieras para que se
incorporara, con puestos muy lucrativos en las filas de estas empresas, como
una forma de moldear su predisposición a actuar desde su cargo contra los intereses
de estas compañías.
Bair llega tan lejos como para proponer que
directamente se prohíba de por vida la incorporación a la empresa privada a
aquellos altos funcionarios que hayan detentado puestos ejecutivos en los
organismos de supervisión, es decir, que el periodo de incompatibilidad no dure
ni seis meses ni dos años, sino para siempre.
¿Quién querría entonces trabajar en la
administración, aducen los críticos, si eso te cierra las puertas para volver
al sector privado? Si los puestos ejecutivos de la administración están
suficientemente remunerados, esa tentación de pasarse al sector privado es
menor. Uno de los grandes motivos de la falta de talento de la clase política
española es, como explico en mi libro “Que vienen los Lobbies” la pésima
política retributiva, que ahuyenta a los mejores trabajadores de la
administración.
¿Sí pero, la experiencia de trabajar en el
sector privado y conocer los dos lados de la mesa negociadora no puede resultar
un activo para un policymaker en su proceso de toma de decisiones públicas, que
se perdería si le prohibimos su tránsito al otro lado?
Probablemente, y habría que ponerlo en la
balanza respecto de lo que los ciudadanos pierden a consecuencia de la relación
endogámica que genera para las empresas el movimiento de puertas giratorias.
Como vemos, es un tema abierto, que no tiene
aún respuestas definitivas. Lo que me genera envidia de todo esto es que en
EEUU, ya que no respuestas, al menos sí tienen preguntas. En España, donde a
día de hoy seguimos sin regulación de ningún tipo sobre la actividad de los
lobbies, este es un asunto que permanece bajo el radar de la opinión pública.