jueves, 22 de diciembre de 2016

My two cents

Este 2016 que terminamos ha demostrado que, si uno quiere mantener su credibilidad, lo más sensato es abstenerse de realizar predicciones sobre lo que nos deparará el futuro. 

Lo que me lleva por supuesto a ignorar esa mesurada prudencia y aventurarme a pronosticar dos fenómenos políticos, económicos y sociales que auguro vamos a presenciar en este 2017 y en años sucesivos.

Predicción #1: El euro, que cumple 15 años el 1 de enero de 2017, seguirá siendo la moneda común europea cuando alcance su 30 cumpleaños.

Esto puede parecer una apuesta absurda, por lo evidente, dado que el euro es actualmente nuestra moneda de curso legal; a primera vista nada hace pensar que vaya a dejar de serlo a corto plazo, ni hay tampoco ningún plan público en marcha para abandonar su uso y regresar a las antiguas monedas nacionales.

Y sin embargo, en los próximos meses podemos empezar a ver cómo el proyecto de integración monetaria europea se ve sometido a unas tensiones políticas de tal calibre que pueden llevar al euro al borde de la desintegración.

La eclosión del euro no es una amenaza nueva, se lleva hablando de ella desde la crisis de deuda soberana europea de 2010-2012, cuando Grecia estuvo a un paso de convertirse en el primer país en abandonar el club de la moneda única.




Pero esas tensiones no fueron nada comparado con las sacudidas políticas que podríamos experimentar si durante el próximo año se materializan fenómenos políticos como el ascenso al poder de Marine Le Pen en Francia, del Movimiento 5 Estrellas en Italia, de Geert Wilders en Holanda, e incluso,  el ascenso irresistible de Alternativa para Alemania para desalojar del poder a Angela Merkel.

Muchas de esas opciones parecen, cierto, impensables o inconcebibles a primera vista. Pero ya hemos visto claramente en 2016 cómo a veces lo increíble termina sucediendo… 




Siguiendo la estela del Brexit y de Trump, no parece por ejemplo descabellado pensar que Marine Le Pen fuera capaz de cabalgar el tigre del populismo, del rechazo a la inmigración, de la reacción antiglobalización y del descontento de la Francia rural y profunda frente a las elites políticas y al establishment francés, y alcanzar, contra todo pronóstico, el Palacio del Elíseo.

¿Y qué pasaría si realmente el Frente Nacional termina alcanzando el gobierno de Francia? Entonces, sí, puede arder Troya, porque abandonar el euro es precisamente una de las promesas electorales de Marine Le Pen...




Porque el abandono de la Unión Europa por el Reino Unido puede suponer un mazazo a la paciente construcción del edificio europeo de estas últimas décadas, pero no altera en lo fundamental el proyecto de futuro ni el funcionamiento de las instituciones comunitarias, gobernadas bajo el eje franco-alemán.


Pero si Francia decide abandonar el euro y regresar al franco, entonces sí que estamos ante un momento de vida o muerte para la moneda común que los europeos nos hemos dado estos últimos 15 años.

Pues bien, a pesar de todo ello, yo me reafirmo en mi predicción inicial, de que el euro seguirá siendo la moneda única europea dentro de 15 años. 

No sé lo que va a pasar con las elecciones que se van a celebrar ni en Francia ni en Alemania ni en el resto de países. Visto lo visto este año, realmente el escenario político actual es realmente más incierto e impredecible que nunca en la historia reciente del continente.

Pero sí creo que, pase lo que pase en esos procesos electorales, gobierne quien gobierne dentro de 12 meses en París, Berlín o Roma, seguiremos usando las monedas y billetes de euro dentro de quince años. 

¿Por qué? Porque en mi opinión el euro es uno de los pocos resultados tangibles que los ciudadanos de la UE pueden valorar como positivos del proceso de construcción europea. 

La ola de descontento en muchas capas de la sociedad ante la situación política y económica, que ha generado fenómenos como el Brexit, tiene en la esclerótica y burocrática Unión Europea uno de sus principales villanos. 

La maquinaria europea es percibida por los 500 millones de ciudadanos europeos como algo distante y superfluo, como un desalmado mecanismo  de control antidemocrático sobre las decisiones de los ciudadanos en sus países, como un retiro dorado para funcionarios, como una fuente de derroche y tráfico de influencias... y es utilizado además por los gobiernos nacionales como chivo expiatorio de todos sus males. 

La construcción europea, con sus cuatro sacrosantas libertades de movimientos de personas, mercancías, servicios y capitales, por supuesto que ha generado enormes ventajas para todos los europeos, pero estos beneficios, al igual que ocurre con la globalización, son difíciles de percibir, porque no podemos compararlos con el escenario contrafactual, lo que hubiera ocurrido con nuestras sociedades y economías de no existir la UE, y en cambio sí podemos ver y oír las quejas de aquellos que han salido perdiendo en el proceso, lo que contribuye a alimentar el proceso de enfado y desconfianza hacia las elites políticas que nos han gobernado estos últimos años. 

Y sin embargo, el euro, es una moneda de carne y hueso que cada mañana tocan y utilizan en su día a día los 320 millones de personas de los 19 países que conforman la eurozona, es decir, es una realidad tangible, de hecho para las generaciones más jóvenes de europeos nacidas en los últimos 25 años, la de por ejemplo los estudiantes erasmus que no conciben viajar a España y tener que utilizar una moneda distinta, es prácticamente la única realidad que han conocido. 

Por eso, independientemente de lo que ocurra con las elecciones en varios países de Europa este año, del clima de descontento creciente con la lejana Unión Europea, de la más que posible fractura de los consensos que han regido el proceso de construcción y gobierno de la Unión Europea en los últimos 30 años, yo honestamente considero que ningún gobierno europeo, por muy populista que sea, va a contar con el respaldo de sus votantes para la decisión de abandonar el euro y recuperar su antigua moneda.
      
Con todos sus fallos y errores de diseño, que los tiene y muchos, y han contribuido a agrandar los desequilibrios macroeconómicos en el seno de la unión monetaria, el euro es, en mi opinión, un proyecto irreversible porque, a diferencia del resto de las instituciones comunitarias, ofrece a los ciudadanos europeos una demostración tangible y palpable de las ventajas de pertenecer a Europa. 

De hecho, en estos tiempos de deterioro de la confianza en las instituciones europeas, ahora mismo veo más factible incluso la perdurabilidad de la moneda común que la de la propia UE, al menos de una UE entendida como un proyecto de construcción a largo plazo de una utópica soberanía europea. 

De forma que podríamos retroceder, si realmente se terminan imponiendo las pulsiones nacionalistas que sacuden nuestras sociedades, hacia una unión europea centrada en lo económico y/o comercial, pero despojada de sus aspiraciones políticas, es decir, que podríamos volver a una suerte de Comunidad Económica Europea como la que tuvimos hasta 1992 con el Tratado de Maastricht, pero ahora con moneda común.

Yo espero tener razón en cuanto al mantenimiento del euro, y no tenerla en relación con el regreso a la CEE...




En el próximo post desarrollo la segunda de mis predicciones de futuro, relativa a la inmigración.

sábado, 26 de marzo de 2016

Trump

A mucha gente le cuesta explicarse el fenómeno paranormal que está experimentando la política estadounidense con el ascenso imparable de Donald Trump hasta la más que probable nominación como candidato republicano a presidente del país.

Que una persona que quiere construir un muro en la frontera con México o prohibir la entrada de musulmanes al país tenga posibilidades nada desdeñables de alcanzar la más alta magistratura del planeta genera a muchos asombro y pánico a partes iguales (no hay que descartar un súbito descarrilamiento de la candidatura de Hillary Clinton por las complicaciones legales derivadas del uso privado de sus emails durante su tiempo al frente de la secretaría de Estado).

Otros se preguntan ¿cómo es posible que la situación política se haya degradado tanto en EE.UU. para que una figura como la de Trump, en otro tiempo confinado a papeles de bufón en la comedia política del país, haya devenido en un personaje creíble y presidenciable para muchos millones de ciudadanos?

En otras palabras, ¿qué les pasa a los americanos? ¿qué razones llevan a muchos de sus ciudadanos a lanzar metafóricamente el grito de "A la mierda" a todo lo que representan Washington, Wall Street, y la alta política internacional, y apostar por que a Barack Obama (posiblemente el mejor presidente que ha tenido Estados Unidos en los últimos 50 años)  le suceda en la Casa Blanca un fantoche como Trump?

Las razones son muchas, pero detrás de todas ellas hay un trasfondo general que explica buena parte de este proceso. Y, como casi siempre, tiene que ver con la economía.

En la economía mundial de los últimos 10-15 años, existen dos grandes fuerzas del cambio que están teniendo unas consecuencias imprevistas. Por un lado, la evolución tecnológica y la disrupción que está causando en la mayoría de sectores de actividad. Y por otro, la globalización económica, que ha recibido el espaldarazo definitivo en esta última década con la consolidación de China, India y otras economías emergentes al estatus de potencias mundiales.

Esas dos fuerzas del cambio tienen un aspecto en común, y es que sus efectos son percibidos de forma más devastadora por un segmento concreto de población: los trabajadores menos cualificados de los países desarrollados.

La sustitución de millones de trabajadores por máquinas en multitud de ámbitos de actividad es un fenómeno creciente, y a juzgar por las previsiones, no ha hecho más que empezar. La globalización, a pesar del parón coyuntural por la crisis de las materias primas, también. Ha beneficiado a cientos de millones de personas de países en desarrollo que han conseguido mejorar su situación económica en la última década. Pero ha perjudicado claramente a los trabajadores de aquellas industrias que han cerrado sus instalaciones en países desarrollados.

De esta manera, esas dos tendencias de fondo han contribuido ha alimentar otro de los grandes fenómenos a que se enfrenta el planeta en las próximas décadas, el de la creciente desigualdad económica dentro de las sociedades desarrolladas, entre aquellos trabajadores cualificados dentro de unos segmentos específicos de la actividad económica, con unas perspectivas de desarrollo profesional envidiables, y aquellos otros sin formación, o sin la formación requerida en esos campos de actividad, que cada vez se encuentran con menos alternativas para desarrollar una carrera profesional.

Una desigualdad que alimenta una sima que amenaza con hacerse cada vez más grande entre ambos segmentos de la sociedad, y que constituye un verdadero peligro para la estabilidad de las sociedades desarrolladas en el siglo XXI.

Pues bien, de esa masa de trabajadores alienados ante la falta de perspectivas de un trabajo y un proyecto de vida dignos se nutre tanto Donald Trump como todos aquellos que están explotando la vena populista a este lado del Atlántico en la sociedades europeas. Lo contaba recientemente The Economist en este artículo (inglés) sobre el desencanto generalizado y creciente de los denominados blue-collar workers de la américa post-industrial.





El problema más grave no es que Donald Trump esté vendiendo soluciones simples para problemas complejos, como ahora tanto se dice sobre el populismo. Es evidente que Trump no tiene las soluciones a los problemas que afectan a esos trabajadores.

El verdadero problema es que ni Obama, ni ninguno de los gobernantes de los países europeos, ni parece que nadie ahora mismo, es capaz de encontrar soluciones a esos problemas.

De ahí que, mientras seguimos estudiando cómo hacer frente a estas fuerzas y sus consecuencias en importantes capas de nuestras sociedades, quizá debamos empezar a pensar que Trump, Farage, Le Pen, y tantos otros, también en nuestro país, no sean un fenómeno pasajero, sino que han venido para quedarse y ocupar una parte importante del tablero político, con una función muy definida: la de servir de válvulas de escape para todos aquellos trabajadores desencantados con un "sistema" que claramente les ha fallado.

lunes, 4 de enero de 2016

Desigualdad

Ya ha sido uno de los temas de moda en estos últimos años, gracias entre otros a Piketty, pero en este 2016 es muy posible que comience a convertirse en un asunto capital para la estabilidad política de los países.

Quizá, hayamos llegado a un punto en el que los gobiernos de todo el mundo comiencen en 2016 a tomar verdadera conciencia del problema, tal como parece haber empezado a suceder, por fin, con el cambio climático, pues si a éste se le podría comparar con un asesino metódico y vengativo del planeta, que elabora sus planes criminales en el muy largo plazo, la desigualdad económica reúne condiciones para protagonizar un crimen pasional sobre la estabilidad económica y política del planeta.



Es paradójico que una de las consecuencias de la globalización que ha vivido la economía mundial en los últimos 20 años es que, al tiempo que se han ido reduciendo las diferencias entre las rentas de los distintos países, gracias sobre todo al espectacular avance de un amplio número de economías en desarrollo, sobre todo procedentes de Asia, dentro de esos mismos países, de todos ellos, la desigualdad económica se ha agrandado de manera espectacular.

No me refiero solo a las grandes cifras, conocidas por todos, de que hemos alcanzado el punto en que el 1% del planeta concentra más riqueza que el 99% restante (más aún: en EE.UU. el 0,01% más rico del país [16.000 familias con una riqueza de 24 millones de dólares de media] posee casi el 5% de la riqueza nacional). O que en EEUU por primera vez son más los ciudadanos que se sitúan en los extremos altos y bajos de la escala de rentas, que los situados en la clase media, considerada tradicionalmente como la locomotora del capitalismo.



El problema es que el fenómeno es mucho más generalizado, y a nosotros en España precisamente nos afecta de lleno. Un informe de Morgan Stanley de noviembre categorizaba a los países más desiguales en la distribución de su renta bajo una serie de parámetros, la dispersión salarial, la inclusión laboral, o el conocido como Coeficiente de Gini, un indicador creado por el matemático italiano Corrado Gini, y que mide la desigualdad económica de un país, agregando las diferencias de renta entre los distintos segmentos de la población.

Pues bien, resulta que en ese ranking de la desigualdad aparecían en las cuatro primeras posiciones, por delante de EE,UU., Portugal, Italia, Grecia y España. Es decir, el sur de Europa, una de las zonas cero de la Gran Recesión. Y de esos cuatro, para colmo, donde más ha aumentado la desigualdad en estos últimos años es en España, donde el 10% más rico acapara el 55% de la riqueza del país.

Obviamente la sangría del paro en estos años de crisis ha sido un factor determinante en el aumento de la desigualdad en España, agravada por el hecho de que la forma escogida para salir de dicha situación ha sido mediante una devaluación interna vía reducción de los costes salariales (despidos y rebajas de sueldo).

Y el desempleo se ha cebado especialmente con los más jóvenes, aquellos que se han incorporado al mercado de trabajo para encontrar un escenario arrasado y con unas posibilidades de desarrollar un proyecto vital digno mucho más reducidas que las que tuvieron sus padres.

Pero hay otro elemento adicional, que es la menguante capacidad de redistribución de los sucesivos gobiernos españoles. Como explica Guillermo de la Dehesa: "Una desigualdad creciente reduce, a medio plazo, el crecimiento económico y a largo plazo aumenta la inestabilidad social y política. Por el contrario, una mayor igualdad ayuda al crecimiento. Las políticas fiscales de redistribución ayudan al crecimiento, y una mayor estabilidad social y, a su vez, un crecimiento estable y duradero reduce la desigualdad. Varios estudios del FMI muestran que mayores transferencias sociales, mejores sistemas de sanidad, educación y pensiones, y mayores impuestos personales directos, han ayudado a reducir la desigualdad de la renta en muchos países de la OCDE".

Es decir, lo contrario de lo que se ha venido haciendo. 


Finalmente, hay otros elementos que han afectado al conjunto de los países en los últimos años para exacerbar la desigualdad. La incorporación de China al comercio internacional en los últimos 15 años ha provocado que la fuerza laboral mundial disponible para las grandes corporaciones básicamente se haya duplicado de una tacada. El mercado dicta que, cuando un producto abunda en grandes cantidades, su precio tiende a disminuir.

Y sin duda, la tecnología es un elemento que puede estar jugando un papel determinante en el aumento de la desigualdad a escala global. Algunas de las mentes más brillantes en materia económica están precisamente dedicándole gran atención a este fenómeno: ¿Cómo distribuimos la riqueza en la era de la tecnología?



Veámoslo con algunos ejemplos: EEUU produce hoy día una cuarta parte más de bienes y servicios que en 1999, utilizando exactamente el mismo número de trabajadores. Hoy en día, el trabajador medio de una empresa produce el equivalente a lo que hubieran producido dos trabajadores en los años 70, cuatro trabajadores en los años 40, y seis trabajadores de hace un siglo.

Y esto es posible gracias al avance tecnológico. Lo cual es muy positivo en términos de eficiencia económica, pero tiene una grandísima contraindicación, los millones y millones de personas en todo el mundo que se han convertido en redundantes por la irrupción de procesos tecnológicos y máquinas que son capaces de realizar su trabajo de una manera más eficiente. O dicho de otra manera, la tecnología nos ha convertido en trabajadores tan productivos, y a un coste tan bajo, que el conjunto de trabajos asalariados (aquellos que conllevan un buen salario debido a las habilidades requeridas) está disminuyendo progresivamente. 

Larry Summers es uno de los que han prestado mucha atención a esta cuestión. Lo describía hace un par de años en estos términos en una charla en Berkeley: imaginémonos que se desarrolla una nueva tecnología, llamada "el Hacedor", que puede hacer cualquier cosa de una manera perfecta, sin fallos, desde construir una casa a dar un masaje o tocar la guitarra. Es decir, un robot que pudiera hacer todo lo que hacemos los humanos, solo que mejor. ¿Qué consecuencias tendría? Lógicamente, que proliferarían los bienes y servicios de alta calidad, y su precio bajaría. Y también, que el valor de una hora de trabajo para los trabajadores humanos tendería a cero.

Otro de los que han dado un aldabonazo sobre este tema es Andrew Haldane, economista jefe del Banco de Inglaterra, quien en un discurso hace unos meses alertó sobre la irreversible llegada de los robots inteligentes a la economía y su consecuencia: la pérdida de cientos de millones de puestos de trabajo en todo el mundo en los próximos años, lo que contribuirá a agrandar aún más la brecha entre ricos y pobres.

En este contexto, en el que el gap entre trabajadores cualificados y no cualificados se está convirtiendo en una auténtica fosa de separación entre ambos grupos, la búsqueda de una educación de calidad se erige casi como la política más desesperadamente urgente e importante que un gobierno puede perseguir en estos momentos.

Y por tanto, volviendo a De la Dehesa, "si España no logra mejorar su sistema educativo y la igualdad de acceso a la educación, no logra reducir las diferencias entre protección del trabajo permanente y temporal o parcial y no mejora, notablemente, las políticas activas de empleo y de integración de inmigrantes, el futuro será, sin duda, más inestable".

Esas son solo algunas medidas que podrían ayudar a nuestro país a afrontar una situación, que como en el caso del cambio climático, parece que como mucho se puede ya paliar, no revertir. Salvo que se tomen medidas más radicales, que ahora mismo podrían parecer impensables. No descarten que, conforme pasen los años, esas medidas se vayan considerando cada vez menos impensables y radicales.