sábado, 26 de marzo de 2016

Trump

A mucha gente le cuesta explicarse el fenómeno paranormal que está experimentando la política estadounidense con el ascenso imparable de Donald Trump hasta la más que probable nominación como candidato republicano a presidente del país.

Que una persona que quiere construir un muro en la frontera con México o prohibir la entrada de musulmanes al país tenga posibilidades nada desdeñables de alcanzar la más alta magistratura del planeta genera a muchos asombro y pánico a partes iguales (no hay que descartar un súbito descarrilamiento de la candidatura de Hillary Clinton por las complicaciones legales derivadas del uso privado de sus emails durante su tiempo al frente de la secretaría de Estado).

Otros se preguntan ¿cómo es posible que la situación política se haya degradado tanto en EE.UU. para que una figura como la de Trump, en otro tiempo confinado a papeles de bufón en la comedia política del país, haya devenido en un personaje creíble y presidenciable para muchos millones de ciudadanos?

En otras palabras, ¿qué les pasa a los americanos? ¿qué razones llevan a muchos de sus ciudadanos a lanzar metafóricamente el grito de "A la mierda" a todo lo que representan Washington, Wall Street, y la alta política internacional, y apostar por que a Barack Obama (posiblemente el mejor presidente que ha tenido Estados Unidos en los últimos 50 años)  le suceda en la Casa Blanca un fantoche como Trump?

Las razones son muchas, pero detrás de todas ellas hay un trasfondo general que explica buena parte de este proceso. Y, como casi siempre, tiene que ver con la economía.

En la economía mundial de los últimos 10-15 años, existen dos grandes fuerzas del cambio que están teniendo unas consecuencias imprevistas. Por un lado, la evolución tecnológica y la disrupción que está causando en la mayoría de sectores de actividad. Y por otro, la globalización económica, que ha recibido el espaldarazo definitivo en esta última década con la consolidación de China, India y otras economías emergentes al estatus de potencias mundiales.

Esas dos fuerzas del cambio tienen un aspecto en común, y es que sus efectos son percibidos de forma más devastadora por un segmento concreto de población: los trabajadores menos cualificados de los países desarrollados.

La sustitución de millones de trabajadores por máquinas en multitud de ámbitos de actividad es un fenómeno creciente, y a juzgar por las previsiones, no ha hecho más que empezar. La globalización, a pesar del parón coyuntural por la crisis de las materias primas, también. Ha beneficiado a cientos de millones de personas de países en desarrollo que han conseguido mejorar su situación económica en la última década. Pero ha perjudicado claramente a los trabajadores de aquellas industrias que han cerrado sus instalaciones en países desarrollados.

De esta manera, esas dos tendencias de fondo han contribuido ha alimentar otro de los grandes fenómenos a que se enfrenta el planeta en las próximas décadas, el de la creciente desigualdad económica dentro de las sociedades desarrolladas, entre aquellos trabajadores cualificados dentro de unos segmentos específicos de la actividad económica, con unas perspectivas de desarrollo profesional envidiables, y aquellos otros sin formación, o sin la formación requerida en esos campos de actividad, que cada vez se encuentran con menos alternativas para desarrollar una carrera profesional.

Una desigualdad que alimenta una sima que amenaza con hacerse cada vez más grande entre ambos segmentos de la sociedad, y que constituye un verdadero peligro para la estabilidad de las sociedades desarrolladas en el siglo XXI.

Pues bien, de esa masa de trabajadores alienados ante la falta de perspectivas de un trabajo y un proyecto de vida dignos se nutre tanto Donald Trump como todos aquellos que están explotando la vena populista a este lado del Atlántico en la sociedades europeas. Lo contaba recientemente The Economist en este artículo (inglés) sobre el desencanto generalizado y creciente de los denominados blue-collar workers de la américa post-industrial.





El problema más grave no es que Donald Trump esté vendiendo soluciones simples para problemas complejos, como ahora tanto se dice sobre el populismo. Es evidente que Trump no tiene las soluciones a los problemas que afectan a esos trabajadores.

El verdadero problema es que ni Obama, ni ninguno de los gobernantes de los países europeos, ni parece que nadie ahora mismo, es capaz de encontrar soluciones a esos problemas.

De ahí que, mientras seguimos estudiando cómo hacer frente a estas fuerzas y sus consecuencias en importantes capas de nuestras sociedades, quizá debamos empezar a pensar que Trump, Farage, Le Pen, y tantos otros, también en nuestro país, no sean un fenómeno pasajero, sino que han venido para quedarse y ocupar una parte importante del tablero político, con una función muy definida: la de servir de válvulas de escape para todos aquellos trabajadores desencantados con un "sistema" que claramente les ha fallado.