lunes, 4 de enero de 2016

Desigualdad

Ya ha sido uno de los temas de moda en estos últimos años, gracias entre otros a Piketty, pero en este 2016 es muy posible que comience a convertirse en un asunto capital para la estabilidad política de los países.

Quizá, hayamos llegado a un punto en el que los gobiernos de todo el mundo comiencen en 2016 a tomar verdadera conciencia del problema, tal como parece haber empezado a suceder, por fin, con el cambio climático, pues si a éste se le podría comparar con un asesino metódico y vengativo del planeta, que elabora sus planes criminales en el muy largo plazo, la desigualdad económica reúne condiciones para protagonizar un crimen pasional sobre la estabilidad económica y política del planeta.



Es paradójico que una de las consecuencias de la globalización que ha vivido la economía mundial en los últimos 20 años es que, al tiempo que se han ido reduciendo las diferencias entre las rentas de los distintos países, gracias sobre todo al espectacular avance de un amplio número de economías en desarrollo, sobre todo procedentes de Asia, dentro de esos mismos países, de todos ellos, la desigualdad económica se ha agrandado de manera espectacular.

No me refiero solo a las grandes cifras, conocidas por todos, de que hemos alcanzado el punto en que el 1% del planeta concentra más riqueza que el 99% restante (más aún: en EE.UU. el 0,01% más rico del país [16.000 familias con una riqueza de 24 millones de dólares de media] posee casi el 5% de la riqueza nacional). O que en EEUU por primera vez son más los ciudadanos que se sitúan en los extremos altos y bajos de la escala de rentas, que los situados en la clase media, considerada tradicionalmente como la locomotora del capitalismo.



El problema es que el fenómeno es mucho más generalizado, y a nosotros en España precisamente nos afecta de lleno. Un informe de Morgan Stanley de noviembre categorizaba a los países más desiguales en la distribución de su renta bajo una serie de parámetros, la dispersión salarial, la inclusión laboral, o el conocido como Coeficiente de Gini, un indicador creado por el matemático italiano Corrado Gini, y que mide la desigualdad económica de un país, agregando las diferencias de renta entre los distintos segmentos de la población.

Pues bien, resulta que en ese ranking de la desigualdad aparecían en las cuatro primeras posiciones, por delante de EE,UU., Portugal, Italia, Grecia y España. Es decir, el sur de Europa, una de las zonas cero de la Gran Recesión. Y de esos cuatro, para colmo, donde más ha aumentado la desigualdad en estos últimos años es en España, donde el 10% más rico acapara el 55% de la riqueza del país.

Obviamente la sangría del paro en estos años de crisis ha sido un factor determinante en el aumento de la desigualdad en España, agravada por el hecho de que la forma escogida para salir de dicha situación ha sido mediante una devaluación interna vía reducción de los costes salariales (despidos y rebajas de sueldo).

Y el desempleo se ha cebado especialmente con los más jóvenes, aquellos que se han incorporado al mercado de trabajo para encontrar un escenario arrasado y con unas posibilidades de desarrollar un proyecto vital digno mucho más reducidas que las que tuvieron sus padres.

Pero hay otro elemento adicional, que es la menguante capacidad de redistribución de los sucesivos gobiernos españoles. Como explica Guillermo de la Dehesa: "Una desigualdad creciente reduce, a medio plazo, el crecimiento económico y a largo plazo aumenta la inestabilidad social y política. Por el contrario, una mayor igualdad ayuda al crecimiento. Las políticas fiscales de redistribución ayudan al crecimiento, y una mayor estabilidad social y, a su vez, un crecimiento estable y duradero reduce la desigualdad. Varios estudios del FMI muestran que mayores transferencias sociales, mejores sistemas de sanidad, educación y pensiones, y mayores impuestos personales directos, han ayudado a reducir la desigualdad de la renta en muchos países de la OCDE".

Es decir, lo contrario de lo que se ha venido haciendo. 


Finalmente, hay otros elementos que han afectado al conjunto de los países en los últimos años para exacerbar la desigualdad. La incorporación de China al comercio internacional en los últimos 15 años ha provocado que la fuerza laboral mundial disponible para las grandes corporaciones básicamente se haya duplicado de una tacada. El mercado dicta que, cuando un producto abunda en grandes cantidades, su precio tiende a disminuir.

Y sin duda, la tecnología es un elemento que puede estar jugando un papel determinante en el aumento de la desigualdad a escala global. Algunas de las mentes más brillantes en materia económica están precisamente dedicándole gran atención a este fenómeno: ¿Cómo distribuimos la riqueza en la era de la tecnología?



Veámoslo con algunos ejemplos: EEUU produce hoy día una cuarta parte más de bienes y servicios que en 1999, utilizando exactamente el mismo número de trabajadores. Hoy en día, el trabajador medio de una empresa produce el equivalente a lo que hubieran producido dos trabajadores en los años 70, cuatro trabajadores en los años 40, y seis trabajadores de hace un siglo.

Y esto es posible gracias al avance tecnológico. Lo cual es muy positivo en términos de eficiencia económica, pero tiene una grandísima contraindicación, los millones y millones de personas en todo el mundo que se han convertido en redundantes por la irrupción de procesos tecnológicos y máquinas que son capaces de realizar su trabajo de una manera más eficiente. O dicho de otra manera, la tecnología nos ha convertido en trabajadores tan productivos, y a un coste tan bajo, que el conjunto de trabajos asalariados (aquellos que conllevan un buen salario debido a las habilidades requeridas) está disminuyendo progresivamente. 

Larry Summers es uno de los que han prestado mucha atención a esta cuestión. Lo describía hace un par de años en estos términos en una charla en Berkeley: imaginémonos que se desarrolla una nueva tecnología, llamada "el Hacedor", que puede hacer cualquier cosa de una manera perfecta, sin fallos, desde construir una casa a dar un masaje o tocar la guitarra. Es decir, un robot que pudiera hacer todo lo que hacemos los humanos, solo que mejor. ¿Qué consecuencias tendría? Lógicamente, que proliferarían los bienes y servicios de alta calidad, y su precio bajaría. Y también, que el valor de una hora de trabajo para los trabajadores humanos tendería a cero.

Otro de los que han dado un aldabonazo sobre este tema es Andrew Haldane, economista jefe del Banco de Inglaterra, quien en un discurso hace unos meses alertó sobre la irreversible llegada de los robots inteligentes a la economía y su consecuencia: la pérdida de cientos de millones de puestos de trabajo en todo el mundo en los próximos años, lo que contribuirá a agrandar aún más la brecha entre ricos y pobres.

En este contexto, en el que el gap entre trabajadores cualificados y no cualificados se está convirtiendo en una auténtica fosa de separación entre ambos grupos, la búsqueda de una educación de calidad se erige casi como la política más desesperadamente urgente e importante que un gobierno puede perseguir en estos momentos.

Y por tanto, volviendo a De la Dehesa, "si España no logra mejorar su sistema educativo y la igualdad de acceso a la educación, no logra reducir las diferencias entre protección del trabajo permanente y temporal o parcial y no mejora, notablemente, las políticas activas de empleo y de integración de inmigrantes, el futuro será, sin duda, más inestable".

Esas son solo algunas medidas que podrían ayudar a nuestro país a afrontar una situación, que como en el caso del cambio climático, parece que como mucho se puede ya paliar, no revertir. Salvo que se tomen medidas más radicales, que ahora mismo podrían parecer impensables. No descarten que, conforme pasen los años, esas medidas se vayan considerando cada vez menos impensables y radicales.