El Pleno del Congreso de los Diputados aprobó la semana pasada, con los
votos del PP, PNV, CiU y CC, y la oposición del resto de grupos, la ley
de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno. Esta
votación no culmina aún el larguísimo proceso de elaboración de un texto que se
comenzó a redactar hace más de 18 meses, pues ahora el proyecto de ley pasa al
Senado, donde todavía es posible que se modifique su contenido en el último
minuto.
Y esperemos que sea así, pues la Ley de Transparencia se
queda lejos de lo que la ciudadanía está demandando en el momento actual. Hace
cinco años, este proyecto de ley hubiera sido considerado como revolucionario.
Hoy, si tenemos en cuenta la situación de desapego y desafección ciudadana con
la clase política y la evolución de las nuevas tecnologías, no es más que un
tímido avance.
Puntos a favor
Pero tratemos de ser positivos. La ley va a introducir sin
duda novedades que van a suponer una más que necesaria apertura de puertas y
ventanas en un edificio público, el de las administraciones, dominado por un olor
rancio a naftalina y oscuridad.
Por ejemplo, saludamos como una buena idea la creación del
Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, un organismo de naturaleza
independiente que velará por el cumplimiento de los principios recogidos en la
ley, y que presentará una memoria anual de su actividad ante el Congreso.
Es de agradecer igualmente que finalmente el texto legar
vaya un paso más respecto del borrador inicial, y opte por obligar a las
administraciones públicas a publicar los anteproyectos de ley cuando se
soliciten los dictámenes a los órganos consultivos correspondientes, así como
los reglamentos, las memorias y los informes que conforman los expedientes de
elaboración de los textos normativos. En la mayoría de las ocasiones, los
ministerios hurtan esos pasos intermedios del proceso legislativo a los
ciudadanos, lo cual nos impide conocer los cambios que el proyecto legal va
sufriendo conforme recibe las distintas presiones de unos y otros…
Es igualmente un elemento positivo la introducción del Código
de Buen Gobierno en la Ley. Es verdad que no se introduce ninguna novedad en
dichos preceptos respecto del código que en su día aprobó Jordi Sevilla en el Ministerio de Administraciones Públicas, pero
la fuerza legal de su introducción en un texto legislativo constituye un paso
adelante, y sin duda puede contribuir a que los altos cargos se lo piensen dos
veces antes de incumplirlo. Es pasar de los principios morales a los legales.
Ojo también a las consecuencias de la incorporación al
objeto de las obligaciones adicionales de transparencia de las sociedades
mercantiles en cuyo capital social la participación, directa o indirecta, de
las entidades públicas sea superior al 50 por 100. ¿Está, por ejemplo, Bankia preparada para cumplir con la
transparencia exigida por al ley?
Mucho que mejorar
Pero si la ley es un soplo de aire fresco en muchos
sentidos, de la lectura de su articulado uno se queda sobre todo con la
frustración del que lee un libro y éste se termina en mitad de la trama. Porque
son muchas las cosas que se podrían haber incluido para completar el proyecto.
La primera de todas ellas, la regulación de la actividad de los lobbies, prometida por el
presidente del Gobierno en el Debate del Estado de la Nación. De momento lo
único que tenemos es la creación de un grupo de trabajo, del que quien esto
escribe forma parte, pero que, transcurridos varios meses desde su creación,
tiene aún que celebrar su primera reunión de trabajo.
Otros aspectos criticables de la Ley son el temor a la falta
de independencia efectiva con que nace el mencionado Consejo de Transparencia
(los precedentes de la reciente creación de la CNMC o autoridad fiscal
independiente no invitan en absoluto al optimismo) o el hecho de que los
aspectos concretos que conllevarían la verdadera capacidad transformadora de la
ley en términos de transparencia se dejen para su posterior introducción en el
desarrollo reglamentario de la ley, lo que introduce sin duda la posibilidad de
que el texto legal se quede a la postre en un enunciado vacío de contenido,
como tantas veces hemos visto en el pasado.
En resumen, que solo queda esperar (un poco más) y confiar
en que la voluntad aperturista sea real y no de cara a la galería, y tras este
estreno de la ley española en materia de transparencia, los ciudadanos podamos
asistir a una esperada segunda parte, o hasta a una trilogía, ahora tan de
moda. Que una reforma tan decisiva para el buen funcionamiento democrático
quedara convertida en un maquillaje superficial supondría un mensaje nefasto
para la sociedad española en un momento crucial de la evolución de nuestra vida
política y como país.