lunes, 16 de diciembre de 2013

¿Cómo se mide el éxito del lobby?

La respuesta a esta pregunta puede parecer simple. Pero no lo es en absoluto. Cuando una empresa contrata los servicios de public affairs de una agencia, ¿cómo define el éxito de esa campaña de lobby? ¿Si se consigue cambiar las leyes en propio beneficio, se han cumplido los objetivos,  y si  no es así, se ha fracasado y la empresa ha malgastado sus recursos con esa actividad?

Como ven, no es un tema tan sencillo, y a lo largo de los años se han propuesto diferentes metodologías para calcular el retorno de las actividades de lobby para las compañías. Raquel Alexander y Susan Scholz acaban de proponer  en un estudio reciente una nueva métrica para medir esta actividad: el ROI en beneficios fiscales.

Las investigadoras estadounidenses se fijan para su estudio en una ley concreta, la American Jobs Creation Act, aprobada en 2004 durante el mandato de George W. Bush. Esa legislación, fruto de una intensa presión de las grandes multinacionales del país, permitió a éstas anotarse en sus balances una monumental deducción fiscal. Sin esa ley, el tipo efectivo al que hubieran tenido que pagar impuestos hubiera sido del 35%. Con ella, el porcentaje se redujo al 5%.

Pues bien, lo que han hecho Alexander y Scholz es fijarse en lo que se ahorraron en impuestos estas empresas, y compararlo con lo que gastaron en la campaña de lobby. Los números que arroja ese cálculo son asombrosos: por cada dólar invertido en lobby, las compañías obtuvieron 220 en ahorros fiscales. No está mal, ¿verdad? 


Pensemos ahora nosotros en algún ejemplo más próximo. El Gobierno acaba de anunciar que finalmente no pondrá los 3.600 millones de euros comprometidos en la reforma eléctrica, de forma que tendrán que ser las grandes compañías del sector las que asuman en sus cuentas de resultados esa cantidad. Esto ha motivado una intensísima campaña de lobby a todos los niveles por parte de estas empresas, que han conseguido arrancar de Hacienda un compromiso mediante el cual esos 3.600 millones les serán devueltos en el futuro mediante emisiones de deuda avaladas por el Estado. Desconozco la inversión realizada por estas empresas en la defensa de sus intereses, pero difícilmente puede llegar al 1% de esos 3.600 millones que han conseguido salvaguardar con su estrategia de presión.

Ahora bien, no siempre los beneficios son tan evidentes ni las rentabilidades tan asombrosas, ni mucho menos. Y eso no significa que las acciones de lobby sean menos eficaces. Veámoslo con un ejemplo. Si tú eres una empresa de energías renovables, en el momento político y económico actual en España, no es realista pretender que una acción de lobby pueda tumbar la reforma eléctrica y salvaguardar al 100% tus intereses. En el mejor de los casos, si la estrategia está bien diseñada y ejecutada, esa campaña te va a permitir limitar tus daños, y que el perjuicio no sea tan grande para tu cuenta de resultados como lo sería en ausencia de ningún tipo de lobby. Una campaña así puede considerarse un éxito de lobby, y sin embargo, no convertirse en ningún retorno de ahorro fiscal.

Y es que, por encima de métricas concretas, el primer factor que hay que considerar a la hora de analizar el éxito o el fracaso de una acción de lobby tiene que ver con la siguiente pregunta que nos debemos hacer: ¿son realistas los objetivos del cliente? ¿Están sus aspiraciones alineadas con la realidad? Una vez que agencia y cliente trabajan en la misma onda sobre esta cuestión, es mucho más fácil fijar unos criterios de éxito concretos. ¿Hemos sido capaces de cumplir esos objetivos realistas fijados de común acuerdo? ¿A cuántas de las personas  que hemos fijado como target hemos podido ver y explicar nuestra posición? Etc.

Y por supuesto, el lobby es mucho más que la aprobación o el rechazo de una ley por parte del Parlamento, y los beneficios concretos que ello genera a una compañía. Hay empresas, como las de los ejemplos que he puesto, que tienen recursos y capacidad de interlocución al máximo nivel para lograr esos ambiciosos objetivos. Pero eso no significa que los demás no deban defender sus intereses mediante el lobby.

Para muchas organizaciones que no tienen ese capital político, la función más importante de una acción de lobby no consiste en conseguir cambiar una ley en su beneficio, sino en algo aparentemente tan sencillo pero en la práctica tan complejo como conseguir que el Gobierno sepa quién eres, qué defiendes y cuáles son tus argumentos. 

En muchos casos, una acción de lobby no consigue un beneficio a corto plazo, y sin embargo permite a la empresa establecer una relación de confianza con los poderes públicos que,  en el largo plazo, proporciona a la compañía rentabilizar su inversión.


Y es que, en el fondo, la materia prima con la que trabajan los lobbies es la influencia, y ésta pertenece al género de lo intangible. 

viernes, 13 de diciembre de 2013

"O Freunde, nicht diese Töne"

No entiendo muy bien cuál es la postura del Gobierno español con respecto al referendum anunciado por la Generalitat de Cataluña para el próximo otoño. La legalidad está de su parte, de eso no hay muchas dudas, pues la Constitución no ampara ese tipo de consultas unilaterales sobre la soberanía de un territorio del Estado.

Pero la experiencia histórica demuestra que poner pie en pared ante un desafío de este calado no suele ser la solución más inteligente, pues una cerrazón de Madrid lo único que va a conseguir es ganar más partidarios para la causa independentista en Cataluña.

Hay veces en que la legalidad no es suficiente. La batalla a favor o en contra de la pertenencia de Cataluña en España no debería jugarse en el Tribunal Constitucional, sino en el terreno de las ideas, de los sentimientos, de las personas, de la sociedad.

Y en ese sentido creo que el Gobierno español está haciendo muy poco por diluir el movimiento separatista. Podría fijarse en la estrategia asumida por su colega británico David Cameron, que ha permitido la consulta sobre la independencia de Escocia, encargándose eso sí de que la pregunta fuera exactamente la que él quería y no le fuera impuesta por los nacionalistas escoceses, y en lugar de demonizarles, ha intentado conquistar sus corazones con campañas públicas como la iniciativa Better Together.

En esas condiciones, las perspectivas de que en ese referendum salga el SÍ son realmente muy reducidas, como estiman quienes más saben de estas cosas. El hecho de que el referendum catalán se celebre después del previsible NO escocés es una de las pocas cosas reconfortantes para Mariano Rajoy de lo anunciado estas últimas horas por los partidos nacionalistas catalanes.

Y ya puestos a comparar el caso escocés con el catalán. Me llama la atención también que allí la adhesión a la causa independentista o el mantenimiento de la soberanía británica sean asumidos con toda naturalidad por las figuras públicas del país. En los últimos meses hemos visto a personalidades como Sean ConneryEmma Thomson declararse públicamente a favor y en contra, respectivamente, de ambos movimientos.

Aquí, en cambio, es muy raro ver a catalanes de amplio prestigio salir públicamente reconociendo que apoyan la independencia de Cataluña de España, o al revés, que están en contra de ella. Hemos visto algunos representantes del empresariado, José Manuel Lara o el presidente de Freixenet, probablemente más preocupados por la cartera que por la patria, mostrándose en contra.

Pero no recuerdo ver a ningún catalán de amplio prestigio público en esferas como los medios de comunicación, el entretenimiento, las letras, el deporte, la música (no doy nombres pero todos podemos pensar en unos cuantos) escribiendo públicamente un artículo en el que expliquen detalladamente las razones por las que están a favor o en contra de la causa separatista.  

Ya sé, significarse públicamente es un paso arriesgado, pues conlleva el tomar partido y ganarse el rechazo gratuito y la animadversión de muchos. Pero hay ocasiones, en las que hay tanto en juego, que la defensa de unas creencias debería estar por encima de consideraciones de ese tipo.

La historia nos muestra casos de intelectuales que se han atrevido a decir lo que pensaban, aun a costa de caer en desgracia con muchos de sus simpatizantes. Uno de ellos es Hermann Hesse. El escritor alemán era una celebridad en su país cuando, en medio del fervor de exaltación patriótica y euforia nacionalista alemana en los meses iniciales de la I Guerra Mundial,en 1914, publicó un artículo crítico, titulado "Oh, amigos, no con ese tono" en el que se desmarcaba abiertamente de la escalada retórica belicista de su pueblo, animaba a los intelectuales a no dejarse guiar por la locura nacionalista y el odio rampante, y apostaba por abrazar la construcción común de Europa con Francia.

Automáticamente, la figura de Hesse fue públicamente denigrada, se convirtió en objeto de durísimos ataques por parte de los medios de comunicación alemanes, y muchos de sus antiguos colegas le dieron la espalda. Si situación no mejoró tras el ascenso del nacionalsocialismo al poder en la década de los 30, cuando sus libros fueron prohibidos, y no fue hasta el final de la II Guerra Mundial cuando su país comenzó a otorgarle el reconocimiento que se merecía.

No obstante, en la mente de los alemanes ha quedado asociada a la figura de Hesse esa imagen de provocador, como atestigua la portada de Der Spiegel del año pasado, cuando se conmemoraban los 50 años de su muerte.


[Reduced image of the cover of DER SPIEGEL from August 6, 2012.  © DER SPIEGEL, 2012]

Concluyo parafraseando a Hesse: "si odias un país, es porque odias algo en ese país que forma parte de ti mismo. Lo que no forma parte de nosotros mismos no nos molesta".