jueves, 17 de enero de 2013

Capital-biased technological change

Es posible que el título de este post no le suene para nada,  y sin embargo, concierne a una de las discusiones macroeconómicas más importantes de los últimos tiempos, y también, a uno de los desafíos más grandes a que se enfrenta la humanidad en materia económica en este siglo XXI, y más allá.

Ya he comentado en algún post anterior cómo los salarios representan cada vez un porcentaje menor de la renta, no solo de España, sino de todo el mundo. Esta es la participación salarial en el PIB de España desde los 70:



Y esta es por ejemplo la contribución de los salarios al PIB de EEUU desde el año 1973:



Durante siglos desde el comienzo de la era industrial, aproximadamente dos tercios de la riqueza de las naciones se destinaban a pagar los salarios de los trabajadores, y el tercio restante quedaba para los dividendos, plusvalías, intereses, rentas, etc. Sin embargo, a partir de último tercio del siglo XX, y de manera mucho más acusada, en este arranque del siglo XXI, esta distribución ha comenzado a cambiar, y ya los salarios apenas representan poco más de la mitad de la riqueza de las naciones, mientras que el capital acapara una creciente concentración de esa riqueza. De esta manera, el poder de compra del salario mínimo, ajustado por la inflación, es en EEUU ahora mismo un 30% inferior al de 1968.

¿Cuál es la explicación de ese proceso? Desde la izquierda, las razones que se aportan tienen que ver con la rapacidad empresarial y el creciente desequilibrio entre el beneficio capitalista y la renta de los trabajadores. Sin embargo, y aún coincidiendo parcialmente con ese análisis, no existe base empírica que demuestre que los empresarios actuales son más acaparadores de la riqueza nacional que los de hace 50 o 60 años.

Es cierto que la globalización ha generado multinacionales con un enorme poder económico de alcance mundial, pero, aún con todos los recortes provocados por la crisis, los Estados actuales disponen de herramientas con las que limitar los excesos de estas compañías que ni remotamente existían, por ejemplo, en la época de los grandes conglomerados industriales de EEUU de principios del siglo XX. Y sin embargo, el capital no tenía entonces tanta preponderancia en la renta como lo tiene ahora. ¿Por qué?

Una explicación puede ser China. La incorporación del gigante asiático al comercio internacional en los últimos 15 años ha provocado que la fuerza laboral mundial disponible para las grandes corporaciones básicamente se haya duplicado de una tacada. El mercado dicta que cuando un producto abunda en grandes cantidades, su precio tiende a disminuir. Puede ser. Sin embargo, China está avanzando a grandes zancadas en su desarrollo económico, la renta de sus trabajadores va poco a poco mejorando, y en cambio, la tendencia de caída de los salarios en la riqueza mundial no se detiene. ¿Cuál puede ser entonces la causa?

Aquí es donde volvemos al título del post. El año pasado, los profesores Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee publicaron un interesantítismo libro, Race against the Machine que ha generado un gran debate en círculos académicos. La tesis fundamental de estos autores es que la era de la innovación tecnológica que vivimos está cambiando por completo la economía mundial, porque está incrementando enormemente la productividad, pero también está transformando para siempre el mercado laboral, y probablemente, incrementando la desigualdad económica en todo el mundo. La gran pregunta que hace este libro es: ¿Cómo distribuimos la riqueza en la era de la tecnología?

Veámoslo con algunos ejemplos: EEUU produce hoy día una cuarta parte más de bienes y servicios que en 1999 (hablamos de 2,5 Billones de dólares, dos veces y media el PIB de España), utilizando exactamente el mismo número de trabajadores. Hoy en día, el trabajador medio de una empresa produce el equivalente a lo que hubieran producido dos trabajadores en los años 70, cuatro trabajadores en los años 40, y seis trabajadores de hace un siglo.

Y esto es posible gracias al avance tecnológico. Lo cual es muy positivo en términos de eficiencia económica, pero tiene una grandísima contraindicación, los millones y millones de personas en todo el mundo que se han convertido en redundantes por la irrupción de procesos tecnológicos y máquinas que son capaces de realizar su trabajo de una manera más eficiente. O dicho de otra manera, la tecnología nos ha convertido en trabajadores tan productivos, y a un coste tan bajo, que el conjunto de trabajos asalariados (aquellos que conllevan un buen salario debido a las habilidades requeridas) está disminuyendo progresivamente.  La ley de Okun, que establece que por cada 3% de incremento de la producción la tasa de paro debería reducirse en un punto porcentual, hace tiempo que ha dejado de cumplirse, o si no, EEUU tendría ahora mismo una tasa de paro del 1%, y no de casi el 9%.



Y esto es un problema que lleva tiempo preocupando y mucho a algunas de las mejores cabezas pensantes del planeta, porque no terminan de encontrarle una solución. Paul Krugman, por ejemplo, ha escrito en varias ocasiones sobre el asunto. Izabella Kaminska tiene interesantes teorías sobre la cuestión, como que la crisis actual podría haberse originado en el fondo como una consecuencia de la innovación tecnológica, pues sin la burbuja tecnológica de principios de siglo no se hubieran dado las condiciones (artificialmente bajos tipos de interés) que generaron la burbuja hipotecaria cuyo estallido nos ha colocado donde estamos ahora.  

Kenneth Rogoff también ha escrito sobre la materia, en Bruegel le han dedicado igualmente mucha atención. Larry Summers lo describía recientemente en estos términos en una charla en Berkeley: imaginémonos que se desarrolla una nueva tecnología, llamada "el Hacedor", que puede hacer cualquier cosa de una manera perfecta, sin fallos, desde construir una casa a dar un masaje o tocar la guitarra. Es decir, un robot que pudiera hacer todo lo que hacemos los humanos, solo que mejor. ¿Qué consecuencias tendría? Lógicamente, que proliferarían los bienes y servicios de alta calidad, y su precio bajaría. Y también, que el valor de una hora de trabajo para los trabajadores humanos tendería a cero.

Obviamente, aún no hemos llegado ahí. Los incrementos de productividad se han producido principalmente en el campo de los blue-collar workers, es decir, aquellos con una menor formación y más fácilmente reemplazables. Pero la innovación tecnológica está avanzando de forma exponencial, y cada vez más las máquinas son capaces de hacer trabajos que hasta hace poco solo los humanos podíamos ejercer, pues había que utilizar el raciocinio. Con la introducción de impresoras en 3D, con los coches que se conducen solos de Google, de máquinas que son más eficientes que nosotros escribiendo una noticia o cumplimentando papeleo administrativo, cada vez más y más white collar workers pueden empezar a ser redundantes.



Y no hablamos de ciencia ficción. Hablamos de un número creciente de empresas que están sustituyendo su fuerza laboral por máquinas, más eficientes.  Y de compañías, como Rethink Robotics, que están comercializando este tipo de herramientas, personalizadas para las necesidades de cada cliente. De hecho, la eficiencia tecnológica está provocando que los costes laborales ya no supongan un impedimento para muchas empresas manufactureras de EEUU, que están de esta manera repatriando sus centros de producción desde Asia, y así se evitan los costes de transporte. Lo cual, como vemos, no significa ni mucho menos buenas noticias para los trabajadores.

Por supuesto, es posible que todo esto no sea más que una gran paja mental, y que estos temores sean infundados. Después de todo, no es la primera vez que la humanidad se preocupa por los efectos económicos del progreso tecnológico. Ricardo, los luditas, Marx y hasta Keynes son solo algunos de los que han considerado el impacto de la tecnología en el capital y el empleo.Los fisiócratas franceses se preocuparon mucho en el siglo XVIII por cómo se podría evitar el desempleo masivo, una vez que el porcentaje de la economía dedicado a la agricultura bajara de los dos tercios del total. Ahora que la agricultura representa el 2% de la economía de Francia, esas preocupaciones pueden sonar ridículas. Lo mismo podría pasar con nuestras preocupaciones actuales.

Puede ser. Pero lo que es indudable es que, mientras dilucidamos sobre la magnitud del problema, el mundo está cambiado ahí fuera a una velocidad de vértigo.

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