sábado, 19 de enero de 2013

Obama-Kennedy

Ahora que el 44º presidente de EEUU se dispone a tomar posesión de su cargo por segunda y última vez, se suceden los análisis en torno a los desafíos que Barack Obama tiene por delante en los próximos cuatro años; si quiere pasar a la posteridad como uno de los más importantes presidentes de la historia de aquel país, Obama debe hacer mucho más de lo hecho hasta ahora, y superar el desencanto generado por su gestión en los cuatro años precedentes.

Pero parte de esa decepción con Obama, que se han llevado analistas, expertos y la opinión pública mundial, tiene más que ver quizá con las enormes expectativas que generó su elección hace cuatro años, que con los resultados tangibles de su gestión.

Hay igualmente otro aspecto relevante que debemos tener en cuenta al analizar la figura de Obama. Y es que la percepción que la opinión pública tiene de los presidentes no es estática, suele ir variando con el tiempo, incluso mucho después de que éstos hayan dejado de ejercer como inquilino en la Casa Blanca. Una encuesta realizada en 1962 entre historiadores situó a Eisenhower en el puesto 24 de 33 presidentes de EEUU. Veinte años después, en otra encuesta similar el mismo presidente había ascendido al puesto noveno. Es indudable que aquí, en España, la imagen de Adolfo Suárez hoy día no es la misma que se tenía de él en 1980.



Por todo ello, les propongo un juego de política-ficción. Vamos a comparar las presidencias de Barack Obama y la del presidente más popular de los Estados Unidos de América en el último medio siglo, John F. Kennedy. Pero, para hacerlo en igualdad de condiciones, imaginémonos algo que, por fortuna, no ha sucedido. Pensemos que Barack Obama, en un terrible guiño del destino, hubiera sido también asesinado al final de su primer mandato.

¿Y esto por qué? Simplemente para medir la percepción de la opinión pública hacia su persona en unas condiciones de igualdad. Porque, seamos realistas, hay que tener en cuenta que una parte no desdeñable del enorme peso que Kennedy conserva en el imaginario colectivo, y del cariño y simpatía que consiguió entre la población americana, tienen que ver indudablemente con las condiciones de su trágica muerte. O dicho de otra manera, si Kennedy hubiera cumplido sus dos mandatos como muchos otros presidentes, y hubiera muerto a una edad provecta, quizá separado de su esposa a causa de sus continuas infidelidades conyugales, probablemente su imagen a los ojos del pueblo sería ahora bien distinta.

Pero empecemos con este pequeño juego de comparaciones, porque lo cierto es que sí existen paralelismos entre Obama y Kennedy en algunos aspectos. En otros, en cambio, no pueden ser más diferentes. Para empezar, ambos pertenecían al partido demócrata, los dos accedieron a la presidencia antes de cumplir los 50, y ambos estudiaron en Harvard y eran intelectualmente cultivados (Kennedy era autor de ensayos políticos de éxito, uno de los cuales incluso le llevó a ganar un Pulitzer).

Ambos se apoyaron también en las minorías para acceder a la presidencia. Obama contó a su favor en este sentido con el color de su piel. A Kennedy, de ascendencia irlandesa, le tocó vivir tiempos muy turbulentos en materia racial. Se atrajó el apoyo de Martin Luther King y obtuvo el 70% del voto negro, en plena  revolución de los derechos civiles en la América de los 60.  

También hay, lógicamente, diferencias en el plano personal. Kennedy no tuvo que luchar, como Obama, contra el establishment de su propio partido para convertirse en candidato del partido demócrata, porque el establishment era él. Jugó con la ventaja de los enormes recursos económicos de su familia. Vivió toda su vida de un fondo de 10 millones de dólares que su padre puso a su disposición desde joven, hasta el punto que su sueldo público lo dedicó a donaciones caritativas. Su legendaria promiscuidad contrasta igualmente con la modélica imagen de padre de familia de Obama.

La sociedad norteamericana de 1960 tiene en muchos aspectos poco que ver con la de esta segunda década del siglo XXI. En comparación con la sociedad posmoderna actual, el EEUU de hace 50 años era todavía un país en muchos aspectos provinciano y tradicional, estaba aún despertando a una revolución social, que en los años siguientes implicaría profundos cambios en materia racial y de género. Los ciudadanos norteamericanos vivían refugiados en su burbuja de prosperidad económica, solo perturbados en el plano internacional por la amenaza de la guerra fría con la Unión Soviética. El EEUU de hoy está aún digiriendo el estrés nacional causado por el 11-S y los estragos de la guerra contra el terrorismo, mientras que aún no ha conseguido cicatrizar las heridas de la mayor recesión económica en más de 80 años.

En cambio, Barak Obama y John Kennedy sí que coinciden en que los dos eran poseedores de una excepcional capacidad oratoria. Kennedy basó buena parte de su imagen pública en una fluida relación con la prensa. Fue el primer presidente que aceptó ruedas de prensa en directo. En su discurso inaugural, provocó un enorme revuelo con un mensaje de exigencia a los ciudadanos, al pedirles que se preguntaran qué podían hacer por su país, en lugar de preguntarse qué podía hacer su país por ellos. Obama, por su parte, llegó a la Casa Blanca subido en una ola de tremenda popularidad y envuelto en un mensaje de esperanza, el famoso Yes we can, construido a base de una oratoria excepcional

Pasemos ahora a la gestión. En política interior, el balance de Kennedy es realmente mediocre. Fracasó al intentar convencer al Congreso para que aprobara un seguro de salud universal para los ciudadanos de EEUU. Logró idéntico resultado al tratar de obtener ayuda federal para la educación. Sus recortes de impuestos favorecieron a menudo a los más ricos, y fueron criticados por su prestigioso el economista John Kenneth Galbraith.  

En política económica, en cambio Kennedy presidió una etapa de gran prosperidad y crecimiento mediante políticas keynesianas, si bien no hay que atribuirle a su mandato una especial relevancia en este terreno, pues se enmarca dentro de un periodo más amplio, la época dorada que va desde el final de la segunda guerra mundial hasta la década de los 70, en que la sociedad norteamericana vivió un gran crecimiento económico ininterrumpido. Es decir, Kennedy no aportó gran cosa en materia económica, pero tampoco empeoró nada.

Obama, por su parte, consiguió en cambio, tras muchísimo esfuerzo y dificultades, ver aprobada su reforma de la Sanidad, probablemente su mayor logro en política interior durante su mandato. En cambio, defraudó con su incapacidad para avanzar en promesas realizadas a su base electoral como una reforma de las leyes de inmigración, y tampoco fue capaz de situar EEUU en una posición diferente en materia de cambio climático. Al igual que Kennedy, y en contra de lo que había prometido en su campaña electoral, aceptó extender los recortes de impuestos a los ricos decretados por su predecesor George W. Bush. Y ello le ganó también la reprimenda de uno de los economistas más prestigiosos de su época, Paul Krugman.

En materia económica el balance de Obama no es comparable al de Kennedy. No es comparable porque las cifras son infinitamente peores.

Lo cual no quiere decir que Obama haya hecho una peor gestión de la economía que Kennedy. Hay que entender el contexto en que Obama asumió la presidencia en enero de 2009, en lo más profundo de la mayor crisis financiera del país desde la Gran Depresión de 1929. Con el sistema financiero a punto de desintegrarse, nacionalizado en su mayor parte, con la quiebra de Lehman, el rescate multimillonario de AIG y la nacionalización de General Motors y Chrysler. 

En esas condiciones, podemos concluir que Obama hizo un trabajo más que digno, al conseguir alejar a la economía de EEUU del abismo, y su política permitió que cuatro años después la economía estuviera en mejor estado y su sistema financiero hubiera limpiado sus balances y se encontrara mejor que por ejemplo sus pares europeos. 

Bien es cierto que también hubo sombras en esa gestión. Obama no fue capaz de alcanzar un acuerdo duradero con los republicanos que, mediante recortes de gastos y subidas de impuestos, pusiera fin al problema de la deuda a que se enfrenta el país, que tarde o temprano podría terminar acarreando un susto muy grande a la economía mundial.

Si el balance de Kennedy en política interior es más bien mediocre, quizá se deba a que el marido de Jacqueline siempre prestó mucho mayor interés por la gran política internacional que por las minucias del día a día del país. Su gestión presenta grandes luces. Supo gestionar con mano izquierda la crisis de los misiles rusos en Cuba, y contribuyó enormemente a la normalización de la situación de la República Federal de Alemania con su famoso discurso ante la puerta de Brandenburgo. Pero también hay algún claroscuro: la CIA  realizó operaciones encubiertas en otros países, como el asesinato del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo. En el debe hay que incluir también el calamitoso fracaso de la invasión de Cuba en Bahía de Cochinos. Y por encima de todo, no fue capaz de prever las consecuencias de la que sería su decisión más controvertida a largo plazo, la intervención militar en Vietnam.

Se da la paradoja que el mayor descrédito por esta guerra no se la llevó Kennedy, pues para entonces la sociedad americana no era todavía plenamente consciente de lo que sucedía en el extremo asiático, sino su sucesor, Lyndon B. Johnson, que mantuvo e intensificó la presencia militar en aquel país. Así, hundió su imagen pública, y eso que Johnson, en cambio, sí fue capaz de aprobar todas las reformas sociales que modernizaron el país, y en las que Kennedy había fracasado o no había tenido voluntad política para sacarlas adelante.

En el caso de Obama, la cercanía temporal hace que quizá no exista distancia para analizar su gestión de forma no partidista, pues el veredicto dependerá de la opinión política de cada uno. Su premio nobel de la paz, en el primer año de mandato, por su contribución a la normalización de las relaciones internacionales, especialmente en el mundo islámico, fue muy criticado en su propio país. Pero lo cierto es que no habría que despreciar el impacto que la  espectacular victoria de Barack Hussein Obama en EEUU, y discursos como el que pronunció en El Cairo en 2009, pudieron tener en el origen de la primavera árabe en el norte de África y Próximo Oriente.

Puso fin a las dos guerras de Bush contra el terror en Irak y Afganistán, y capturó y liquidó al enemigo público número 1 de EEUU. En cambio, no fue capaz de acabar con la ignominia de Guantánamo. Sus enemigos le acusan de no haber entendido la amenaza nuclear iraní, sus intentos de avanzar hacia un acercamiento entre israelíes y palestinos fueron fallidos y encima se ganó la animadversión israelí. Por último, se le critica, y se le valora, en función de las distintas opiniones, por ser el primer presidente americano en reconocer abiertamente que su país no era ya la superpotencia dominante del planeta, que debía contar con China y el resto de potencias emergentes, y que no pudo permitirse el lujo de actuar como policía del mundo en conflictos abiertos como Libia primero o Siria después.

En resumen, muchas luces y muchas sombras en ambos casos. Me atrevería a decir que la gestión de Kennedy no presenta un balance más positivo que la de Obama, pues más allá de su atractivo físico, de su imagen de juventud y frescura, de su carisma y brillantez oratoria, lo que convirtió a Kennedy en un mito de EEUU fue su asesinato en Dallas en noviembre de 1963, y no solo eso, sino que además su trágica muerte contribuyó de forma decisiva a modificar la percepción pública sobre su gestión presidencial.

Por tanto, habría que preguntarse en este punto, ¿cuál sería la percepción pública de Barack Obama, primer presidente negro en la historia de EEUU, si hubiera corrido el mismo trágico final que Kennedy, primer presidente moderno en la historia de EEUU? La respuesta es que, a pesar de esas luces y sombras de su mandato, a pesar de cierta decepción entre muchos por unos logros modestos comparado con las expectativas generadas, considero que Obama habría hecho ya suficiente para que, al igual que sucede con Kennedy hoy, 50 años después de su muerte fuera recordado con veneración, convertido en un mito e instalado en el panteón de los más grandes e ilustres presidentes del país.


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